Si observamos el desempeño presidencial de los últimos 40 años, en el Perú, veremos que todos han tenido una conducta personal rodeado de incoherencias, vacilaciones y perversiones que han afectado a sus gobiernos y desde luego a la frágil democracia. A pesar de mostrar estudios académicos en universidades, con posición de diplomas y títulos, tuvieron actuaciones contrarias a las altas responsabilidades que implica conducir los destinos del desarrollo de una nación, tan compleja a la vez desafiante como es la realidad peruana.
Ser mandatario de una nación, exige una conducta intachable y alta coherencia a principios, valores éticos y morales, donde no caben falsedades, menos deshonestidad, dudas ni hipocresías. Los objetivos universales del desarrollo con bienestar para la totalidad de la población, son también metas irrenunciables, por tanto, es una obligación actuar con lealtad y sinceridad en la toma de decisiones, y jamás hacer lo contrario a los principios esenciales del bien común.
Y cuando las conductas personales fallan o se contaminan, por una equivocada ambición del poder, llegarán los fracasos, las debilidades, y el gobernante se convierte en usurpador que le hará perder toda consideración en la ciudadanía que alguna vez confío y lo eligió en las urnas como su presidente. Ciertamente, las conductas falsas son dañinas y muy peligrosas para un país, pues al tener a gobernantes insolventes con inconductas que trastocan modales y reglas, será la patria en su totalidad la que pierde y retarda su prosperidad.
Un ejemplo nefasto de las malas conductas gubernamentales, es la CORRUPCIÓN ACUMULADA Y AGRAVADA EN CUATRO DÉCADAS, y este mal hoy se ha generalizado en el país, como un cáncer incurable que daña, destruye y mata con total impunidad. Pues, por el momento no hay una estrategia para combatirla.